sábado, 26 de noviembre de 2011
El laicismo: del fanatismo de Juan Pablo II al integrismo de Benedicto XVI
(Bandera Roja)
Se nos quiere hacer ver que el laicismo es un término que implica una hostilidad frente a la iglesia, que significa anticlerical. Frente a ello, se propone el término de laicidad. Esto es un auténtico error y una farsa. Se nos intenta engañar por medio del lenguaje. El laicismo es un ideal teórico y práctico surgido en la Ilustración y que se sumerge en todo lo que ella significa, sobre todo, tolerancia y respeto y, por su puesto democracia. Es muy importante tener en cuenta que no existe la democracia sin el laicismo, o que el laicismo va implícito en los caracteres de la democracia.
El laicismo es la consideración de que el estado y las iglesias, sean cuales sean, deben ir separadas. Esto no quiere decir, como vienen sosteniendo últimamente Habermas, que las iglesias no puedan intervenir en el diálogo público, en esa sociedad comunicativa, pero, para ello, han de renunciar a algo esencial, sobre todo a las doctrinas del libro, la verdad. La religión reclama toda la verdad para sí. Eso es absurdo y, lo peor, intolerante. Este principio es el que nos lleva, precisamente, a la intolerancia de la iglesia, es decir, al fanatismo y de éste, al integrismo. Y del último a la violencia sólo hay el paso de ser poseedores del poder. Cuando alguien reclama para sí toda la verdad trata de imponerla a los demás. Y si resulta que ese alguien es poseedor del poder, lo hará por la fuerza. La historia es maestra de esto, y no me refiero sólo a la religión cristiana, sino a toda forma totalitaria de pensamiento.
El laicismo, por el contrario, tiene como base el diálogo. Y el diálogo es la búsqueda en común de la verdad, es la suposición de que nadie tiene la verdad absoluta. Que en política, en la res pública hay que pactar. Y que si la iglesia quiere participar en este debate lo debe hacer desde las reglas de la democracia y no del totalitarismo epistemológico y moral. La Ilustración conquista precisamente la virtud de la tolerancia, que se muestra en el respeto al otro. Pero este respeto, dentro del marco democrático, no es un respeto pasivo, sino activo. Con ello quiero decir que de lo que se trata es de que se fomente el diálogo y para que éste se de hay que suponer la posibilidad del error de nuestras opiniones. El dialogo nos permitirá acceder a una verdad superior y más universal. Es el único instrumento con el que contamos.
Y esto se relaciona con el que creo que es el último libro del teólogo Juan José Tamayo “Juan Pablo II y Benedicto XVI, del fanatismo al integrismo”. Libro lúcido, claro y, sobre todo, comprometido con una teología heterodoxa, más allá de la esclerosis de la iglesia, que caracteriza al autor. El punto común del libro es que ambos papas han dado la espalda al concilio Vaticano II con todo lo que ello significa. Y, en segundo lugar, ambos pontífices declaran como el origen de todos los males actuales a la modernidad, esto es, la Ilustración. Estoy absolutamente de acuerdo con las tesis de Tamayo. Y el libro es un recorrido por ambos papados, no es un tratado de teología arduo y sesudo. Simplemente se van marcando las posiciones de los autores a través de sus encíclicas, viajes, discursos, etc. un libro que quiere llegar a todo el mundo porque la intención que tiene es mostrar que hay otra iglesia que no es la oficial y es la que defiende la justicia, lucha contra la miseria, no participa del ideal neoliberal, procura el dialogo intercultural e interreligioso, practica y cree más en la ética que en la dogmática, y así.
Es un error considerar a la modernidad como el origen de todos los males. Puedo admitir, y así lo he defendido en algún escrito, que la razón ilustrada se pervirtió, y de esa perversión surgieron tremendos males contra la humanidad, surgió el mal radical. Pero esto no es la normalidad de la razón ilustrada, que hizo posible el surgimiento de los derechos humanos y de la democracia, proyectos en los que estamos imbuidos porque están inacabados. Y tampoco se refieren los papados a esto. Lo que vienen a decir es que la modernidad trajo, al imponer a la razón como el criterio de la verdad, el relativismo. Y esto, ¿por qué?, pues muy sencillo, porque la razón elimina a la fe y al poder de la superstición. Y, algo más importante, porque la razón no nos lleva a la verdad absoluta, salvo cuando se pervierte, sino que se ejerce en diálogo dentro de un marco político que es el de la democracia. De ahí lo de fanatismo e integrismo. Cuando uno cree que su conjunto de verdades o pensamientos sobre el mundo son los únicos y verdaderos es un fanático y esto es lo que le ocurrió a Juan Pablo II. La cosa es grave, porque excluye la posibilidad de diálogo, cierra todas las puertas.
El concilio Vaticano II había anulado un principio eclesial intolerante y que cerraba el diálogo de la iglesia con la sociedad y el resto de religiones, era el principio de que fuera de la iglesia no hay salvación; principio que rigió desde Constantino hasta nuestros días. Pues esto fue abolido y fue un gran paso porque de un plumazo eliminó el fanatismo, las puertas estaban abiertas al diálogo. Pues no, Juan Pablo II se pliega sobre sí mismo y cae en el fanatismo. Pero Benedicto XVI va mucho más lejos, su fanatismo se convierte en integrismo. Es decir, elimina la posibilidad del dialogo porque declara la falsedad y herejía de todo aquello que no concuerde con la ortodoxia de la iglesia que, por otra pare, es él mismo. Esto le lleva a la persecución de cualquier discrepancia dentro de la iglesia y a cerrar las puertas al diálogo interreligioso.
El integrismo es, además de una postura cerrada, una postura beligerante. Su enemigo fundamental es la modernidad. Es bien cierto, y coincido en su análisis, que la sociedad posmoderna es egoísta, superficial, consumista, falta de espíritu, de sacrificio y de espiritualidad. Pero esto no es el resultado de la modernidad, sino de una de las formas pervertidas de la modernidad, el neoliberalismo posmoderno. Curiosamente convertido en una religión. Una religión sutil a la que no sabemos ni que pertenecemos. Una religión que ha alineado nuestro cerebro de forma tan perfecta que no teneos criterios para distinguir si en ella hay algún pensamiento nuestro. El combate contra todo esto es: más ilustración.
La opción del papa es la de la guerra, metafóricamente, proponer su pensamiento como pensamiento único y salvador. Me temo que por esta vía la iglesia se quede vacía. La alternativa a la iglesia es la de una iglesia abierta al mundo, al diálogo religioso, a las injusticias políticas y económicas. Una iglesia de la liberación y de los pobres. Una iglesia en dialogo con la política y el mercado, pero que nunca se piense poseedora de la verdad. Y el lema de esa iglesia es, como dice Jon Sobrino, teólogo de la liberación, “fuera de los pobres no hay salvación”
Juan Pedro Viñuela
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