Aurelio Alonso
Punto Final”, edición Nº 762
La lectura del tiempo no es monopolio de los historiadores. Es un componente clave para el conocimiento social; por eso la ciencia histórica se cruza con todas las otras que se dedican a desentrañar la naturaleza del fenómeno humano.
Han pasado cincuenta y nueve años del asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, y cincuenta y tres de la victoria revolucionaria que culminó la lucha de la generación de Fidel Castro. Y también veintiún años de resistencia del pueblo cubano -desde que se produjo el derrumbe del sistema soviético-, en condiciones de austeridad e incertidumbre imposibles de prever hasta entonces. Hoy se ha hecho protagónica una generación que salió de la adolescencia en el comienzo de lo que llamamos “periodo especial” y que carga sobre sus hombros la misión de sostener y dar rumbo, a partir de ahora, a la transición socialista cubana. Hoy el legado del Moncada vuelve a convertirse en inspiración de audacia y valor, no ante el reclamo de tomar las armas, sino el de rediseñar la economía nacional que se mantiene en condiciones precarias, contraída y deformada por efectos de la limitada capacidad de articulación internacional con la cual ha tenido que lidiar durante dos décadas y para la que no se cuenta con pronósticos que garanticen una ruta de despegue visible. De cierta manera el desafío de la economía se nos vuelve a plantear en las condiciones en que lo vivimos en los años 60. Al menos en lo que se refiere al inventario de infraestructuras, de limitaciones productivas y de desprotección financiera. Pero la historia no se repite: la situación presenta diferencias, dramáticas algunas, como las que implica saber que habrá que diseñar dentro de un sistema-mundo en el cual la hostilidad implacable e injusta de Estados Unidos se mantiene impune, a pesar de más de veinte años de rechazo global al tratamiento dado a nuestra isla. Otras son promisorias, como los cambios introducidos en el ordenamiento de los Estados latinoamericanos, cuya correlación propicia un escenario esperanzador en el largo plazo.
En el plano interno, sobre todo, hay que reconocer que tras tantos años de navegación en aguas adversas, que amenazan sin tregua ni recato con la asfixia a once millones de cubanos, el proyecto nacional no ha renunciado al rumbo socialista, no retrocede en sus políticas sociales mayores, ha mantenido una escala de subsistencia material que no es posible ignorar gracias a la renovación de estrategias que se suceden, aún con altibajos, desde finales de los 80.
Sabemos que el Moncada no fue solamente un acto de rebeldía, una clarinada audaz hacia el futuro de Cuba y de América, de la nuestra. Fue también la introducción en la agenda nacional de un programa distinto, inspirado en la utopía martiana de la República “con todos y para el bien de todos”. Programa que se hizo visible en La historia me absolverá, el alegato de defensa de Fidel Castro ante el tribunal montado por la dictadura.
El programa del Moncada cobra hoy otra vigencia. No para aplicarlo esquemáticamente como modelo, al pie de la letra, en remplazo del existente. Pero sin duda para rectificar rumbos: para “actualizarlo”, por llamar al cambio iniciado hoy en la transición cubana con el término con que el propio Raúl Castro, el último de los principales conductores de aquella gesta, lo ha caracterizado. Otra cosa sería jugar mal con el tiempo, porque la historia no admite repeticiones exactas. Se da una vez como tragedia y otra como comedia, observó con lucidez Carlos Marx. Quizás se repite como tragedia, pero nunca es la misma. Tampoco son iguales las oportunidades que ahora abre a las de entonces, ni los caminos para llegar a los fines, por definidos que estos estén.
El Moncada se consumó en busca de una verdadera soberanía nacional, usurpada a la generación de los padres de la patria; de justicia social y equidad, nunca provistas por la República neocolonial; y de desarrollo económico, obstruido por la lógica insaciable de la explotación imperialista. No se declaraba socialista. Su aplicación mostró, sin embargo, que el camino de estas propuestas solo podía ser calificado, en rigor, así. La agresividad sin precedentes de las fuerzas que se oponían a estos propósitos aceleraron el curso y le dieron dimensión de epopeya en los mismos comienzos, cuando el país se alfabetizaba a la vez que tenía que responder a la agresión armada de sus enemigos.
Asumida la realidad de un socialismo cubano, el paquete de reformas y las experiencias revolucionarias que podían servir de precedente llevaron a identificar la radicalidad con la concentración plena del poder público. Socializar se convirtió casi en sinónimo de estatizar, y es uno de los problemas de mentalidad que se hace necesario afrontar hoy, cuando la desaparición del bloque del Este y de la propia Unión Soviética nos demostraron que aquel curso de radicalización no bastaba para consolidar un nuevo modo de producción, y la irreversibilidad del sistema creado se revelaba como una quimera.
Desde el Partido Comunista Cubano ha sido el VI Congreso, diferido por muchos años posiblemente para no repetir la rutina del precedente, el que ha lanzado un llamado al cambio, en clara sintonía con una apertura participativa que todavía está lejos de conseguirse, pero que se fortalece en la intransigencia popular de las amplias masas de cubanos que no están dispuestos a renunciar al camino socialista, y que a la vez poseen la conciencia de que éste tiene que producirse con un cambio sustantivo en lo económico. Y por supuesto, con el desarrollo de nuevas formas de participación popular en las esferas de decisión que permitan la edificación progresiva de una democracia socialista. Este es el reto de hoy, para el cual el programa del Moncada, por el alcance tanto como por la justeza de sus propósitos, vuelve a ser válido como inspiración.
Aurelio Alonso es Sociólogo, subdirector de la revista “Casa de las Américas”.
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