¿Por qué la Revolución rusa es una revolución proletaria?
Al leer los periódicos, al leer el conjunto de noticias que la censura ha permitido publicar, no se entiende fácilmente. Sabemos que la revolución ha sido hecha por proletarios (obreros y soldados), sabemos que existe un comité de delegados obreros que controla la actuación de los organismos administrativos que ha sido necesario mantener para los asuntos corrientes. Pero ¿basta que una revolución haya sido hecha por proletarios para que se trate de una revolución proletaria? La guerra la hacen también los proletarios, lo que, sin embargo, no la convierte en un hecho proletario. Para que sea así es necesario que intervengan otros factores, factores de carácter espiritual. Es necesario que el hecho revolucionario demuestre ser, además de fenómeno de poder, fenómeno de costumbres, hecho moral. Los periódicos burgueses han insistido sobre el fenómeno de poder; nos han dicho que el poder de la autocracia ha sido sustituido por otro poder, aún no bien definido y que ellos esperan sea el poder burgués. E inmediatamente han establecido el paralelo: Revolución rusa, Revolución francesa, encontrando que los hecho se parecen. Pero lo que se parece es sólo la superficie de los hechos, así como un acto de violencia se asemeja a otro del mismo tipo y una destrucción es semejante a otra.
No obstante, nosotros estamos convencidos de que la Revolución rusa es, además de un hecho, un acto proletario y que debe desembocar naturalmente en el régimen socialista. Las noticias realmente concretas, sustanciales, son escasas para permitir una demostración exhaustiva. Pero existen ciertos elementos que nos permiten llegar a esa conclusión.
La Revolución rusa ha ignorado el jacobinismo. La revolución ha tenido que derribar a la autocracia; no ha tenido que conquistar la mayoría con la violencia. El jacobinismo es fenómeno puramente burgués; caracteriza a la revolución burguesa de Francia. La burguesía, cuando hizo la revolución, no tenía un programa universal; servía intereses particulares, los de su clase, y los servía con la mentalidad cerrada y mezquina de cuantos siguen fines particulares. El hecho violento de las revoluciones burguesas es doblemente violento: destruye el viejo orden, impone el nuevo orden. La burguesía impone su fuerza y sus ideas no sólo a la casta anteriormente dominante, sino también al pueblo al que se dispone a dominar. Es un régimen autoritario que sustituye a otro régimen autoritario.
La Revolución rusa ha destruido al autoritarismo y lo ha sustituido por el sufragio universal, extendiéndolo también a las mujeres. Ha sustituido el autoritarismo por la libertad; la Constitución por la voz libre de la conciencia universal. ¿Por qué los revolucionarios rusos no son jacobinos, es decir, por qué no han sustituido la dictadura de uno solo por la dictadura de una minoria audaz y decidida a todo con tal de hacer triunfar su programa? Porque persiguen un ideal que no puede ser el de unos pocos, porque están seguros de que cuando interroguen al proletariado, la respuesta es indudable, está en la conciencia de todos y se transformará en decisión irrevocable apenas pueda expresarse en un ambiente de libertad espiritual absoluta, sin que el sufragio se vea adulterado por la intervención de la policia, la amenaza de la horca o el exilio. El proletariado industrial está preparado para el cambio incluso culturalmente; el proletariado agrícola, que conoce las formas tradicionales del comunismo comunal, está igualmente preparado para el paso a una nueva forma de sociedad. Los revolucionarios socialistas no pueden ser jacobinos; en Rusia tienen en la actualidad la única tarea de controlar que los organismos burgueses (la Duma, los Zemtsvo) no hagan jacobinismo para deformar la respuesta del sufragio universal y servirse del hecho violento para sus intereses.
Los periódicos burgueses no han dado ninguna importancia a este otro hecho: los revolucionarios rusos han abierto las cárceles no sólo a los presos políticos, sino también a los condenados por delitos comunes. En una de las cárceles, los reclusos comunes, ante el anuncio de que eran libres, contestaron que no se sentían con derecho a aceptar la libertad porque debían expiar sus culpas. En Odesa, se reunieron en el patio de la cárcel y voluntariamente juraron que se volverían honestos y vivirían de su trabajo. Esta noticia es más importante para los fines de la revolución que la de la expulsión del Zar y los grandes duques. El Zar habría sido expulsado incluso por los burgueses, mientras que para éstos los presos comunes habían sido siempre adversarios de su orden, los pérfidos enemigos de su riqueza, de su tranquilidad. Su liberación tiene para nosotros este significado: la revolución ha creado en Rusia una nueva forma de ser. No sólo ha sustituido poder por poder; ha sustituido hábitos por hábitos, ha creado una nueva atmósfera moral, ha instaurado la libertad del espíritu además de la corporal. Los revolucionarios no han temido poner en la calle a hombres marcados por la justicia burguesa con el sello infame de lo juzgado a priori, catalogados por la ciencia burguesa en diversos tipos de la criminalidad y la delincuencia. Sólo en una apasionada atmósfera social, cuando las costumbres y la mentalidad predominante han cambiado, puede suceder algo semejante. La libertad hace libres a los hombres, ensancha el horizonte moral, hace del peor malhechor bajo el régimen autoritario un mártir del deber, un héroe de la honestidad. Dicen en un periódico que en cierta prisión estos malhechores han rechazado la libertad y se han constituido en sus guardianes. ¿Por qué no sucedió esto antes? ¿Por qué las cárceles estaban rodeadas de murallas y las ventanas enrejadas? Quienes fueron a ponerles en libertad debían ser muy distintos de los jueces, de los tribunales y de los guardianes de las cárceles, y los malhechores debieron escuchar palabras muy distintas a las habituales cuando en sus conciencias se produjo tal transformación que se sintieron tan libres como para preferir la segregación a la libertad, como para imponerse voluntariamente una expiación. Debieron sentir que el mundo había cambiado, que también ellos, la escoria de la sociedad, se había transformado en algo, que también ellos, los segregados, tenían voluntad de opción.
Este es el fenómeno más grandioso que la iniciativa del hombre haya producido. El delincuente se ha transformado, en la revolución rusa, en el hombre que Emmanuel Kant, el teórico de la moral absoluta, había anunciado, el hombre que dice: la inmensidad del cielo fuera de mí, el imperativo de mi conciencia dentro de mí. Es la liberación de los espíritus, es la instauración de una nueva conciencia moral lo que nos es revelado por estas pequeñas noticias. Es el advenimiento de un orden nuevo, que coincide con cuanto nuestros maestros nos habían enseñado. Una vez más la luz viene del Oriente e irradia al viejo mundo Occidental, el cual, asombrado, no sabe más que oponerle las banales y tontas bromas de sus plumíferos.
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