No es una celebración festiva. Recuerda la Batalla de Acosta Ñu o De los Niños, la última de las grandes batallas de la Guerra de la Triple Alianza que se desarrolló entre 1864 y 1870, y uno de los episodios más crueles y sangrientos de aquel conflicto.
Entonces se habían unido los Ejércitos nacionales de la Argentina de Mitre, del Brasil del emperador Pedro II y del Uruguay del dictador colorado Venancio Flores para arrasar al Paraguay, el primer país de Sudamérica que tuvo hornos de fundición,
como el de Ybicuí, ferrocarriles, hospitales modernos para la época y el mayor ingreso por cápita de la región, donde no había mendigos en
las calles y que se autoabastecía sin necesidad de importar del Viejo Continente. Los tres aliados cumplían el mandato de Gran Bretaña,
interesada en el algodón paraguayo y ansiosa por colocar sus productos en un mercado cerrado a sus exportaciones. Paraguay era un “mal ejemplo” para el continente.
Los dos mayores ejércitos del sur americano, más las tropas de Uruguay, con el respaldo de la mayor potencia económica y colonial de la época tardaron seis años en abatir la valiente resistencia del pueblo paraguayo. Para ello prácticamente exterminaron a toda su población masculina.
El 16 de agosto de 1869 una división de 20.000 soldados brasileños, con el apoyo argentino, combatió durante ocho horas contra una dotación de 3.500 niños paraguayos de entre 6 y 14 años de edad. Los aliados ya habían tomado Caacupé, destruido y desmantelado la
fundición de hierro de Ybicuí, incendiado todas las casas de Piribebuy después de violar a las mujeres y degollar a los hombres, y avanzaban incontenibles hacia Barrero Grande. Bernardino Caballero intentaba alejarse con el batallón infantil encargado de empujar las grandes carretas cargadas con provisiones y algunas municiones, pero los chicos quedaron inmovilizados en el terreno pedregoso y formaron una fila defensiva en el campo de Acosta Ñu. Muchos se habían disfrazado con barbas postizas hechas con chalas de choclo, para impresionar al enemigo y hacerles creer que eran hombres, y los más sólo llevaban palos tallados con formas de fusiles, de modo que a la distancia parecieran formar un ejército bien armado.
Por la tarde se sumó la temible caballería imperial brasileña que en la primera carga rompió las filas de los defensores. Al advertir que aquellos soldados sólo eran niños, perdieron el miedo y llevaron a cabo una matanza indescriptible. Bajaban de sus cabalgaduras y los degollaban. Los niños se abrazaban llorando a las piernas de sus verdugos para rogar que no los mataran. El jefe de la división, el Conde d’Eu, ordenó el exterminio, que incluyó a muchas madres de los pequeños que habían corrido en su defensa. Al finalizar la batalla se contabilizaron más de 2.000 niños muertos. Los brasileños sufrieron 46 bajas. Hasta donde alcanzaba la vista, el campo de Acosta Ñu y los arroyos Yuquyry y Piribebuy quedaron teñidos por la sangre. Después los vencedores prendieron fuego los pastizales y sólo se escucharon alaridos de dolor.
Domingo Faustino Sarmiento justificaría luego con frialdad al finalizar la Guerra: “Si hemos vencido fue porque hasta a los niños paraguayos hemos matado”.
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